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miércoles, 22 de mayo de 2013

Los 10.000 del Soplao: la crónica


Aunque este año he decidido empezar con los triatlones, no podía dejar de intentar desclavarme la espina del año pasado, cuando en un primer intento zarandeado por unas condiciones meteorológicas entre adversas y demoníacas, la organización acortó la marcha cuando aún estábamos en la cima de El Moral, a mitad de recorrido.

Así que el uno de enero, el día que se abrían las inscripciones, ya estaba apuntado a la marcha. Aunque la preparación no se iba a centrar en El Soplao exclusivamente, supuse que llevar un año más de ciclismo acumulado debería notarse. Sobre todo porque significaba casi doblar la experiencia sobre los pedales.



Y allí estábamos, de nuevo con Antonio y con Julia y Lorena como impagable apoyo logístico. Además, tres amigos más de Antonio. Todos unos ciclistas mucho más preparados y concentrados que yo, que tengo con un concepto deportivo, digamos, más disperso. Esta vez, además, habíamos cogido una casa rural en El Tejo (Valdáliga), donde dormiríamos las noches anterior y posterior. Al contrario que el año pasado, en esta ocasión cada uno iría a su ritmo. Yo sería el más lento. Sabía, además, que, como mi objetivo era únicamente acabar, no debía acelerarme en ningún momento. Supuestamente estaba bien preparado, pero como no había hecho ninguna prueba tan larga, no las tenía todas conmigo. Afortunadamente, una salida con la bici de carretera el fin de semana anterior de una seis horas, en las que me encontré bastante bien, me sirvió para coger confianza.

En la salida
En la salida, media hora antes del comienzo (8.00 am)
En esta edición, además, habían endurecido el recorrido a base de incorporar en el comienzo unos tramos rompepiernas (San Cifrián, San Vicente del Monte…). Antes, hasta La Cocina no encontrabas rampas duras de verdad, pues comenzábamos subiendo por la zona del Monte Corona. Este año, los primeros embotellamientos frente a rampas de cemento rallado estaban a tres kilómetros de la salida, al menos para los que no estábamos en la cabecera del grupo. Así que, pie a tierra, y paciencia, que todavía falta mucho.

Habíamos llegado relativamente pronto a la salida, a mitad del pelotón, y durante las primeras horas, al menos hasta el primer avituallamiento, en la cueva del Soplao, me adelantaban algunos ciclistas. Con todo, en El Soplao, con ya treinta kilómetros recorridos con vistas al mar en ocasiones, y con la masificación como mayor incomodidad, había superado el primer quinto del recorrido sin problemas. A mi ritmo, sin sufrir apenas desgaste, entretenido con los paisajes y con la sensación de rodar por esa zona sin que diluviara sobre uno. Una verdadera novedad. El cielo, aunque poblado de nubes grises y densas, nos respetaba de momento. Sólo faltaban diez kilómetros para Ruente, donde Julia y Lorena nos esperaban por si necesitábamos ropa seca, comida, o lo que fuera.

RUENTE

En el primer paso Antonio me lleva ya tres cuartos de hora de diferencia, lo que quiere decir que no volveré a ver a las chicas, pues estáran de camino al tercer punto antes de que yo llegue al segundo. Acuerdo con Julia que me espere en Renedo de Cabuérniga, antes del la subida al último puerto, pues seguramente sea a partir de entonces cuando necesite la linterna. Para ese entonces ya he agotado la batería de la cámara de vídeo que llevo en el manillar de la bici, pero se me olvida dejársela y cambiarla por otra de repuesto que también había llevado hasta allí.


PASO DEL RÍO

Pasando el río
Pasando el río: nuevo embotellamiento. Bajaba mucha más
corriente que el año anterior.
Otro embotellamiento. Este año el río baja más crecido y no se puede cruzar sobre la bicicleta. Sólo hay un paso de piedra en piedra y eso forma un nuevo atasco. Como la lluvia nos respeta, pues de momento no ha llovido, no quiero mojarme los pies, que llevo aún secos, y espero mi turno. Las botas de invierno me permiten pasar pisando piedras que no asoman por encima del agua, siempre que el punto de apoyo esté a menos de tres o cuatro centímetros de la superficie. Poco después de cruzar el río se llega al avituallamiento de la Campa Ucieda. Es el más grande de toda la marcha, pues es un punto en el que se cruzan los caminos de los que realizan la ruta en bicicleta y las diferentes modalidades de carrera a pie. Una parada para comer un bocadillo de jamón, vaciar un par de latas de bebida en el bidón, un plátano y comienza la subida a Monte Aa.

MONTE AA

Parte alta de Monte Aa
Parte alta de Monte Aa. El primer tramo es duro, pero se
va suavizando en la parte final, donde además
afloran las vistas.
En la subida a Monte Aa vuelven a producirse embotellamientos. En las rampas más duras algunos ciclistas echan el pie a tierra obligando a los que llevan detrás a pararse. Con esa pendiente, una vez bajado de la bici, no consigo volver a montar, así que toca subir otro tramo a pie, hasta que un rellano permite pedalear de nuevo. Llevo en el cuentakilómetros tres valores para poder regular el esfuerzo: el pulso, la altitud en metros y la distancia recorrida. Como en el cuadro llevo pegado un listado de los puntos por los que hay que pasar, sé en todo momento cuánto falta para coronar cada puerto y con qué ritmo tomarmelo. Alterno, además, momentos sentados con otros de pie sobre los pedales para cambiar la postura, pues las rozaduras pueden ser más dolorosas que el cansancio muscular. Me tomo las bajadas con calma, pero mi ritmo cuesta abajo es superior al de algunos ciclistas que me recuperarán terreno en las próximas subidas. Otros me adelantan descendiendo y luego les alcanzo cuesta arriba. A partir de aquí empiezan a sonarme muchos maillots, porque ya formamos un grupo inconexo que rueda más o menos al mismo ritmo.

EL MORAL

Es la primera de las subidas grandes del día. No la más difícil, porque es una pendiente mantenida por una pista cómoda, que realizo con la amortiguación bloqueada tanto delante como detrás. Creo que los kilómetros de carretera me han venido muy bien para disfrutar de subir con la bici más rígida. Subo a buen ritmo, recordando cómo el año pasado, a estas alturas, estaba ya debilitado por el embate continuo de la lluvia. Hasta aquí no he necesitado sacar el chubasquero de la mochila. De hecho, al poco de subir, paro para quitarme la chaqueta y subir sólo con el maillot. El ascenso está abrigado del viento por un espeso bosque en su parte inferior y no hace frío. Al final del puerto llegaremos a la cifra mágica de mil metros de altitud.

El ascenso ha transcurrido sin novedad ni problemas. El plato grande, que por el barro acumulado de la primera parte del recorrido había dejado de funcionar, vuelve a engranar. Lo necesitaré para el descenso: más de diez kilómetros por una pista rápida que lleva al cruce de Juzmeana, cerca de Bárcena Mayor, donde el año pasado tuvimos que desviarnos para bajar por carretera a Cabezón.

Chispea levemente. Me pongo el chubasquero, las gafas y una cinta para proteger las orejas del frío. El descenso es rápido y sencillo. La única preocupación es no tocarse con otros ciclistas al adelantar o ser adelantado. Vigilo el altímetro para saber cuánto descenso queda, porque hace tiempo que la distancia recorrida no coincide con el rutómetro oficial.

CRUZ DE FUENTES

Entre Fuentes y Ozcava
Entre Fuentes y Ozcava: pistas por encima de los mil metros de altitud.
Un enlace por carretera nos deja en Bárcena Mayor, un nuevo avituallamiento. Ha dejado de llover y compruebo que me encuentro bien. El año pasado no habíamos llegado hasta aquí. A partir de este momento, comienza un nueve Soplao para mí. La subida a la Cruz de Fuentes es larga. Más de quince kilómetros para llegar a más de mil doscientos metros de altitud, pero es muy cómoda. Sin demasiada pendiente, transcurre por un bosque de cuento antes de llegar a praderías de altura que permiten divisar cientos de kilómetros de paisaje, desde montañas cubiertas por nieve hasta pequeños pueblos amontonados en el fondo del valle o a media ladera. La pendiente se endurece levemente al abandonar la pista el curso del río, pero sin llegar a ser terrible en ningún momento.

OZCAVA

La subida a Ozcava comienza de forma repentina. Está uno descendiendo Fuentes, abrigado con el chubasquero, y, sin solución de continuidad, comienza una nueva subida. Se hace dura porque la pista ya no es tan buena como las que hemos recorrido hasta aquí. Uno se acostumbra rápido a subir sólo por pistas cómodas y transitar por terrenos sólo un poco más descarnados -bastante embarrados, eso sí- en los descensos. No es que sea un terreno técnico, pero ya no vale concentrase sólo en pedalear. Para compensar, el avituallamiento se encuentra un par de kilómetros antes de coronar el puerto, y además me encuentro allí con Sergio y con Cristian: dos amigos que habían salido por detrás de mí y que finalmente me han alcanzado. Disfruto de la compañía hasta Correpoco, donde se escapan. Sergio no lleva linterna y no pueden perder mucho tiempo si quieren tener alguna opción de bajar el Negreo antes de que anochezca. Parece mentira, pero a estas alturas llevo más de doce horas sobre la bicicleta.

LLENDEMOZÓ

Sé que Julia estará esperándome con un frontal en la carretera, en Renedo de Cabuérniga, a sólo siete kilómetros. Y pensaba que sería un enlace por asfalto antes del último y temido puerto. Pero no. El recorrido nos lleva a los restos de una calzada empedrada bastante técnica. Además está embarrada y la mayoría de los ciclistas que circulan delante de mí se bajan por miedo a caer. Yo me siento capaz de hacerlo sobre la bici, al menos la mayor parte, pero no es un terreno en el que sea fácil adelantar a alguien que vaya caminando delante de ti, pues habitualmente no hay más que una única trazada. Y la gente va tan justa que no tiene fuerzas ni para apartarse. Así que acabo por rendirme a la evidencia: me bajo de la bici y camino también. Finalmente llego a Renedo a las nueve de la noche. Es obvio que no voy a terminar de día. Julia me da la linterna y le dejo algunas cosas que no voy ya a necesitar. Como un par de bocados de tortilla y comienzo la subida del Negreo.

EL NEGREO

Las primeras rampas son duras, pero hormigonadas en su mayor parte. Subo pedaleando hasta que las piernas dicen basta. Camino después junto a la bici. Y, caminando, adelanto a gente que sube montada en la bici. No estoy tan agotado, entonces. Miro arriba y en lo alto, en el collado, se ven nubes densas amenazando con pasar del valle de Cabuérniga al de Ruente. Debe de estar haciendo bastante malo allá arriba. Y hacia allá vamos mientras anochece. Poco después llueve con fuerza. Hay que colocarse el frontal, pues apenas se ve ya. La linterna que tengo apenas alumbra el metro y medio de suelo que tengo delante, pero sirve para resaltar los reflectantes del ciclista que llevo delante. Es como un videojuego de los ochenta: sólo se ven puntos blancos y rojos que se mueven y a los que hay que perseguir. Y hay que perseguirlos porque sin referencia se ve menos aún.

No veo un socavón y me caigo. He apoyado las manos en un charco. No me he hecho daño, si acaso un leve raspón, pero tengo las manos empapadas. Me cambio de guantes y sigo subiendo. Diluvia. En realidad, mientras siga siendo cuesta arriba, ni tan mal, porque al menos me mantengo en calor.

ÚLTIMO DESCENSO

La bajada es por una pista no demasiado difícil. Bueno, supongo, porque apenas veo nada y tiro a derecho por todos los obstáculos. No tengo luz para bajar a más de quince por hora y, a esa velocidad, me estoy quedando helado y sin frenos. Después de un buen rato bajando, y una vez que hemos formado un pelotón que parece una Santa Compaña sobre ruedas, sigo enfriándome. Tirito y no tengo fuerzas para accionar los cambios. En los pequeños repechos que nos encontramos pedaleo como un loco para entrar en calor. Seguimos descendiendo muy despacio. Tiemblo tanto que algunas sacudidas mueven el manillar. Los dientes castañetean.

Pasado el Alto de Carmona, una carpa hace de hospital de campaña. Media docena de ambulancias retiran a gente con hipotermias y un voluntario ofrece algo caliente. Pregunto qué es. Chocolate. No puedo tomarlo, soy intolerante a la lactosa. Pido que me abran una lata de cocacola y doy un trago. Siento como el líquido frío recorre mis entrañas. No tenía que haber bebido. Seguimos el descenso en grupo. Muy despacio, pero relativamente a salvo. De vez en cuando el grupo se para porque alguien se cae. Sigue diluviando. Creo que no ha parado desde la mitad del ascenso al Negreo hace, ¿cuánto?, ¿dos horas?

Por fin llegamos a la carretera de Ruente. La Guardia Civil intenta agrupar pelotones para escoltarlos con un coche por detrás porque hay mucha gente sin luces. Como llevo el frontal y no puedo seguir yendo tan despacio, me coloco en el grupo pero acelero y bajo solo hasta Cabezón. Adelanto a varios grupos de ciclistas. Si pedaleo fuerte, tengo menos frío. Paso la meta sin apenas emoción ni épica, entre un par de ambulancias con las sirenas y las luces encendidas. Avanzo hasta que me encuentro con Aitor, el amigo de Sergio y Cristian. Me dice que están en el hospital de campaña. ¿Ha pasado algo? No, sólo que se está caliente y se están cambiando. Entro yo también. Y llamo a Julia. Ya viene.

Una voluntaria de la Cruz Roja me ofrece caldo, pero no tiene vaso. Salgo y cojo el bidón de la bici. Con él lleno de líquido caliente entre las manos, y dando sorbos, soy feliz. No quiero volver a la calle, donde llueve y hace frío. Pero vamos; acompañado por Julia llego al coche, donde está Lorena para llevarnos a la casa rural. En el coche me cambio y me pongo ropa seca. Voy entrando en calor. Una ducha caliente y unos filetes de Tudanca y sólo queda contar batallitas y disfrutar de la velada. Me han esperado para cenar, y eso que algunos habían terminado varias horas antes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Grande Gonzalo!!, misión cumplida, y miles de anécdotas para recordar todo este año.
¿Soplao 2014?
Un placer, como siempre!
Abrazos.
Toñin