Instagram

jueves, 5 de abril de 2007

Fuguémonos

Efectivamente había llovido aquel día. Fue el único en que lo hizo desde que habían llegado a la isla, pero él ni siquiera pudo verlo. Sólo alcanzó a oír entre sueños el repiqueteo intrigante de unas gotas perezosas sobre un tejado construido con la inconsistencia propia de los climas previsibles. Después, cuando se levantó, ella ya no estaba. Su cuerpo había dejado una huella en el colchón, como si la cama fuera un molde poco perdurable, que hubiera que alisar para que ella recuperase su corporeidad allá donde se encontrara. Se incorporó para comprobar desde la ventana que la bicicleta que ella utilizaba no estaba en su sitio. Después se dedicó a recoger pistas del agua caída. No estaba seguro de que realmente hubiera llovido. Pero un folleto turístico que habían dejado en la mesa del porche estaba ondulado por la humedad. Era el único rastro que el breve chaparrón había dejado debajo de sí.
Pensó en leer. No en vano había planeado estas vacaciones para ponerse al día en lecturas. En breve comenzaría el nuevo curso y el montón de libros y fotocopias que había transportado en una maleta amenazaba con convertirse en un bulto inabarcable. Era el único momento en que estaba solo en aquel estudio que habían alquilado con meses de anticipación, un día que decidieron que necesitaban al menos una semana sin el otoño persistente de la ciudad en que trabajaban.
Se habían conocido poco antes. Según ella, las vacaciones —solos los dos en un ambiente relajado y estival— les servirían para afrontar con energía un año que se presentaba muy duro en lo laboral. Ella preparaba oposiciones y necesitaba un descanso. Él aspiraba a una plaza de profesor en la facultad.
Sin embargo, en la isla, todo era un calor pesado. Parecía que uno cargara constantemente con una estufa catalítica al hombro. Pasaba los días dormido, recelando de que nadie tocara su piel, bruscamente reseca y quemada por el sol. Pensó que aquella isla era una suerte de paraíso para fotógrafos, en el que en realidad el calor obligaba a los habitantes a vivir constantemente a la sombra. Sólo los turistas parecían disfrutar en las playas. La luz era azul, metálica, reinaba por doquier. Echaba de menos sus gafas de sol, aquellas que en su ciudad sólo vestía como complemento, pero que en aquella isla se convertían en un artículo de primera necesidad.
La nota que le había dejado sobre la mesa era escueta; sólo decía “voy al pueblo” con una caligrafía segura y despreocupada. Hasta que ella regresó con un cigarrillo colgando de los labios. Había tanta luz que era difícil saber si el cigarro estaba encendido o era sólo un elemento de atrezzo.
—Además de tabaco, ¿necesitabas algo más?
No respondió. Miró sus brazos, también dorados por el sol, que parecían rociados de sudor, como si fueran plantas al amanecer en el pueblo de sus abuelos, a los que hacía tanto tiempo que no visitaba.
—¿Volvemos a la cama? —preguntó ella.
—¿Con este calor?
—La lluvia ha refrescado el ambiente.
—Hace calor todavía.
—¿Entonces?
—Me voy a dar un paseo, al pueblo, supongo.
Cogió su bicicleta al tiempo que ella se dejaba caer sobre la cama. Pedaleó con fuerza, sintiendo que cada golpe de riñón le alejaba inevitablemente de aquella casa hostil, perdida en mitad de la nada. Buscó en la maneta del cambio una marcha más cómoda. La distancia seguía creciendo. Pasó el pueblo de largo, sin esfuerzo. Se sentía mejor aquella mañana. Ni siquiera dudó sobre qué desvío coger una vez en la carretera general: el que se dirigía hacía aquella cala que había visto en los folletos que el dueño de la casa había dejado sobre la mesita de noche antes de que llegaran.
Tardó diez minutos en llegar a la playa. El arenal todavía se encontraba bajo la sombra de los acantilados. Amarró la bicicleta a un viejo embarcadero. No había llevado toalla, ni tampoco bañador. No le importó. Se desnudó ansiosamente, como si no estuviera acostumbrado a visitar playas nudistas. Dejó la ropa amontonada sobre una roca.
Entró en el mar con cautela, prestando atención a la fuerza que la corriente ejercía contra sus pasos. Una vez cubierto por el agua, ya en una zona expuesta al sol, comenzó a vislumbrar a otros bañistas.
Se parecían a él —todos en la treintena, con algunos cúmulos de grasa en lugares estratégicos del cuerpo—. Estaba convencido de que le miraban de reojo, como si estuviera incumpliendo alguna costumbre tácita de la playa. Tardó en descubrir que no había ninguna mujer en el agua. Se giró y vio toallas extendidas en la playa. Sobre ellas, mujeres en bikini saludaban intermitentemente a los hombres que se encontraban en el mar junto a él.
Se tomó el trabajo de contar a las mujeres y a los hombres y llegó a la conclusión matemática de que cada nadador era esperado por una mujer en la arena. Todos salvo él, claro.
Luego vio a una chica descender el camino a pie, sosteniendo el manillar de una vieja bicicleta con los brazos. Supo que le buscaba a él, y deseó con todas sus fuerzas que no fuera su novia. Apenas podía identificarla en la distancia. Se atusó los cabellos con las palmas de las manos y se dirigió a la orilla con paso seguro, hacia el lugar en que aquella mujer extendía dos toallas sobre la arena. Lamentaba haber dejado su tarjeta de crédito en la casa donde seguramente su novia dormía aún. Afortunadamente tenía el teléfono móvil en el bolsillo del pantalón, con el que podría anular su cuenta bancaria y enviar un mensaje a su novia. Consultaría los detalles con aquella mujer, de un moreno evidentemente isleño. Una vez pasado el rigor del verano, no le costaría acostumbrarse a su nueva vida. Tenía ahorros suficientes. Luego llamaría por teléfono a su abuela. Se lo contaría primero a ella para desagraviarla por sus ausencias en las celebraciones familiares.
La mujer se llamaba Pastora y vivía en la isla desde hacía seis años, cuando su novio la abandonó y se volvió a la península sin previo aviso, dejándola en un apartamento veraniego. Aprendió a reparar bicicletas y ciclomotores para los negocios que alquilaban vehículos a los turistas. Hasta que ahorró lo suficiente para construirse una pequeña casa y dedicarse a la cerámica. No es que ganara mucho, le explicó, pero allí tampoco había en qué gastar.
—¿Qué tal se te da hacer ceniceros?
—Aprenderé, no te preocupes.
—Luego los venderemos en el mercado de los domingos.
Entonces la besó. Tenía los labios resecos, salados por el mar. Como todo en aquella isla.
—¿Has desayunado?
—¿Vives muy lejos?
No respondió. Sólo levantó el brazo y señaló su futura casa, por fin un hogar sin café, periódico ni despertador. El sol ya se llevaba por delante todo rastro de frescor matinal. Y sonrió al recordar que allí no había cobertura para los teléfonos ni tampoco cajeros automáticos.

13 comentarios:

mc clellan dijo...

Siempre imaginé que Formentera sería algo así. Aquí a lo máximo que se puede aspirar es a apagar el móvil por las noches... Aunque también he sentido un escalofrío al leerlo. Por un momento me vino a la cabeza la isla (imaginaria) de '¿Quién puede matar a un niño?'.

Gonzalo dijo...

La isla de 'Quién podría matar a un niño' no es imaginaria. Es la isla de Tabarca, un islote a medio camino entre Valencia y las Pitiusas. Siempre quise ir ahí.

mc clellan dijo...

¡Existe! Mmmm, la marcaré en el mapa... Tampoco queda tan lejos, al fin y al cabo. ;)

Anónimo dijo...

En este momento estoy viendo la Formentera desde mi terraza...
Qué buenos momentos he pasado allí junto a una persona muy especial en aquel momento...

alakazaam! dijo...

Para ser mesetario profundo siempre tuve el extraño anhelo de llegar a ser farero algún día...

Ahora un sensor lumínico Rx-10 fabricado en Japón me roba por siempre otro sueño más de la ista

Anónimo dijo...

Me he quedado con las ganas, ¿cómo termina la historia? De verdad se queda con los labios salados por el mar?

Gonzalo dijo...

Sí, hasta que a fuerza de besos los desaló.

Anónimo dijo...

Qué rico! ¿Y qué pasó con la del café, el periódico y el despertador? ¿ahogo las penas con el estanquero?

Gonzalo dijo...

Se refugió en los periódicos y maldijo despertadores durante una temporada por los excesos con el café.

Anónimo dijo...

¿Cómo puede alguien refugiarse en los periódicos?

Gonzalo dijo...

Sólo leyéndolos, supongo.

Anónimo dijo...

Qué triste...

Gonzalo dijo...

No lo sabes tú bien.