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domingo, 11 de febrero de 2007

Todo al traste

David dudó un instante, como si sopesara la cantidad de agua fría que debía mezclar con el chorro caliente. Siempre sucedía lo mismo. Le aterraba la posibilidad de abrasarse en el cuarto de baño. Aquella vez, además, ni siquiera estaba seguro de que fuera conveniente tomarse esa ducha. Lo necesitaba, es verdad, al menos si atendemos a criterios estrictamente higiénicos. Aquel grifo extraño, diferente del de su casa, le sirvió para darse cuenta de que era verdad: efectivamente se había acostado con Genoveva, una compañera de trabajo. Eran las tres de la madrugada. Lo habían hecho en uno de esos hoteles para ejecutivos del centro. Ahora debía volver a casa -tendría que estar ya en casa, de hecho-, antes de que su mujer pudiera acusarle de cualquier cosa sólo por eso, por el hecho de llegar demasiado tarde. Más difícil sería ocultar que estaba algo achispado, él, que apenas bebía y siempre renegaba de las salidas nocturnas de sus compañeros de trabajo.
Llevaba siete años casado con Andrea, y nunca antes la había engañado, al menos hasta el extremo de acostarse con otra mujer, pero últimamente las cosas no iban demasiado bien entre los dos. Aunque sabía que eso no era excusa para hacer lo que había hecho. Pero quizás sí fuera el motivo, o al menos eso le gustaba pensar. Por otra parte, algo le decía que en realidad sólo había sido un cúmulo de circunstancias, una serie de casualidades que inevitablemente se habían engranado hasta desencadenar esta situación. Como si estuviera abocado a engañarla. Sentía que estar allí, en el cuarto de baño de una habitación de hotel de su propia ciudad, era de alguna forma consecuencia de todo lo que había sucedido en su matrimonio desde que él aceptó ese puesto directivo. Ganaba más dinero, es cierto, pero apenas la veía, y Andrea le había dicho que se arrepentía de no haber tenido hijos. De haberlos tenido, repetía, todo sería muy diferente. Ahora, esa situación discutiblemente agradable (la noche lo había sido, eso era cierto) podría convertirse en causa de un mayor distanciamiento. David, claro, se alegró de no tener hijos en ese momento.
Era lógico que su mujer le preguntara cómo había ido aquella cena a la que ella no había querido ir, pese a estar invitada como otras mujeres de trabajadores de la empresa. A Andrea le aburrían aquellas conversaciones técnicas que sólo basculaban alrededor del trabajo de su marido, y se sentía una intrusa en aquellas reuniones esporádicas, alguien a quien por cortesía había que invitar, pero que en realidad estorbaba porque obligaba, de vez en cuando, a los comensales a hablar de temas más genéricos que, en realidad, en aquel ambiente de trabajo distendido, pero de trabajo en suma, no interesaban lo más mínimo. No le interesaba el trabajo de su marido, punto, pero eso no quería decir que no lo quisiera. Era exactamente eso lo que le había dicho para no ir. Nunca, de hecho, había llegado a decírselo de forma tan directa. Como si él no lo supiera, de todas formas. David no sabía cómo contárselo. Ni siquiera estaba seguro de que fuera mejor hacerlo. El resumen era demasiado cruel: habían cenado todos juntos en un restaurante del centro para celebrar los excelentes resultados empresariales del trimestre, habían tomado unas copas y, después de una conversación con Genoveva, se habían venido al hotel para hacer el amor. Porque además había sido así, como si la noche hubiese seguido a pies juntillas la letra de una canción.
El agua salía demasiado caliente pese a sus esfuerzos para dar con la temperatura exacta. Una ducha fría igual ayudaría que la sensación de lentitud y pesadez del alcohol desapareciera. Genoveva estaba dormida sobre la cama, cubierta sólo en parte por unas sábanas desordenadas.
Mientras cerraba los grifos pensó que llegar a casa duchado levantaría aún más sospechas. Pero no podía quitarse de la cabeza el perfume de Genoveva. No sabía si el olor impregnaba realmente la habitación, sólo el aire que respiraba o si era él mismo el que olía a Genoveva. Después de la cena, como era habitual, habían decidido tomar una copa antes de irse a casa. La conversación que habían mantenido apoyados en la barra había servido para descubrir que, pese a trabajar juntos durante meses, apenas se conocían. Él tenía treinta y siete años. Ella, exactamente diez menos. De hecho, recordaba que la semana pasada había llevado pasteles a la oficina para celebrar su cumpleaños. Diez años de diferencia eran muchos. Además estaba la jerarquía. Por mucho que él intentara suavizarlo (evitando corbatas, comiendo con sus subordinados, invitándolos a su casa de vez en cuando), era él su jefe y no al revés. También era él el que estaba casado, y no ella. Él no quería acostarse con una compañera de trabajo, por más que encontrara a Genoveva atractiva. Especialmente después de aquella conversación. Supo rápidamente que en realidad no era por su mujer por lo que no quería acostarse con Genoveva, pero sentía que aún estaba lejos de determinar por qué no quería haberlo hecho. Quizás por su trabajo. Tampoco estaba seguro de estar arrepentido. Le asustaba más la situación engorrosa de dar explicaciones, quizás una discusión, que las consecuencias que aquella noche pudiera traer. Nunca había tenido una discusión con Andrea. Hasta entonces no se había parado a pensarlo.
En ese momento, mientras intentaba con todas sus fuerzas que el grifo de agua caliente dejara de gotear sobre la superficie brillante de la bañera, pensó que igual su mujer tenía un amante. Tampoco le tranquilizó en exceso. Descartó finalmente la idea. Que él se hubiera acostado con Genoveva (de quien su mujer decía siempre que no entendía, con lo guapa y simpática que era, palabras textuales, que siguiera soltera) no convertía también a su mujer en una adúltera. Además, de ser así, seguro que ella no lo habría hecho con alguien a quien él conociera. Quiso sentirse mezquino al mirar el cuerpo satinado de Genoveva, pero algo en la expresión de los labios de su amante se lo impidió. Tenía razón su mujer: era simpática, y además muy atractiva, objetivamente atractiva. Algo extraño tenía que tener, decía su mujer, para no encontrar un hombre que viviera con ella. Él sólo la conocía de esa noche, y desde luego no había encontrado nada fuera de lo normal.
-¿Te vas a marchar ya? -preguntó Genoveva mientras se incorporaba al tiempo que colocaba las sábanas en torno a su pecho.
Ella se dio cuenta de que él miraba cómo la ropa de cama dejaba intuir un cuerpo todavía juvenil, matizado ya por el gimnasio pero aún no demasiado ajado por la edad. Diez años de diferencia tienen esas cosas, pensó él, y se excitó al ver las piernas de Genoveva. Nunca llevaba falda cuando iba a trabajar.
-Debería volver a casa, sí. Antes de que sea demasiado tarde.
-Ya es demasiado tarde -musitó ella. -Me gustaría que te durmieras conmigo, y despertar mañana.
-No sé si debo.
-Eso sólo tú puedes saberlo, supongo.
No supo interpretar el tono de aquel mensaje, si había algún tipo de reproche o si sólo quería decir lo que transmitía cada una de las palabras por separado. Eso sólo yo puedo saberlo, musitó.
-¿Decías algo? No te he entendido.
-No, nada, sólo pensaba ¿Tú crees que nos han visto salir juntos?
-Supongo que sí, claro. No fuimos especialmente discretos.
Le molestó que le reprochara la falta de discreción, porque él sí estaba convencido de que nadie les había visto escaparse. Aunque era cierto que había demasiada gente como para que no les hubiera visto nadie. Era consciente de que bastaba que les hubiera descubierto una sola persona para que su idea de mantenerlo en absoluto secreto se fuera al traste. Lo pensó con esas mismas palabras, irse al traste, una expresión que había leído quizás cientos de veces, pero que nunca había utilizado como suya. Se preguntó si estaba ya en el traste: debía decir irse o venirse al traste. De todas formas, él no pensaba contárselo nadie, claro. ¿Y ella? ¿Se lo contaría ella a su mejor amiga, por ejemplo? Supuso que sí, que se lo contaría a alguien, claro. ¿Tendría ese alguien contacto directo con la oficina?
-Supongo -dijo ella- que a estas alturas seremos el principal tema de conversación en el bar.
La idea de que ni siquiera dependera de ella poder mantener el secreto le incomodó. Se sentó en el borde de la cama, y la miró a los ojos. Eran azules, con vetas negras, el epicentro de una cara ovalada de rasgos nórdicos. Su padre era francés. Su apellido, Labrousse, también delataba su origen.
-¿Qué podemos hacer entonces?
-Nada, me temo. Podremos negarlo todo, eso sí. Aunque no estoy seguro de que nuestra versión de los hechos tenga alguna importancia para el resto. Podremos decir, supongo, que efectivamente nos fuimos juntos del bar, pero cada uno por su lado.
-¿Me das un cigarrillo?
-Claro. Nunca te había visto fumar.
-No suelo hacerlo en el trabajo, es verdad -dijo él.
Se levantó y rebuscó en su bolso, que estaba tirado junto a un montón de ropa a los pies de la cama. Le extendió un cigarrillo, cogió un mechero de la mesilla, lo colocó sobre las sábanas (ahora estaba sentada encima de ellas, con su cuerpo completamente a la vista), encendió un cigarro para ella y le acercó el mechero. David se dio cuenta de que le temblaba el pulso al intentar encenderlo.
-Ven, siéntate aquí -y lo abrazó artificialmente, preocupada por no quemarle con el extremo del cigarro.
El abrazo fue apenas reconfortante. Agradable y cálido, sí, por supuesto. Siempre es agradable que alguien desnudo te abrace, supuso. Los brazos de Genoveva estaban perfectamente torneados, y sus hombros le parecieron de repente infinitamente fuertes, musculados en exceso. Deshicieron el abrazo en el momento en que la ceniza se mantenía en equilibrio sobre la punta de sus cigarros para sacudirlos sobre un cenicero de cristal ámbar.
-Lo mejor será que te vistas y vayas a casa. Que olvidemos esto, y que hagamos como si no hubiera sucedido. O, mejor aún, como si fuera algo que no debería haber sucedido.
-¿Serás capaz?
-Yo sí, claro -dijo ella mientras daba una calada y expulsaba el humo por la nariz. -¿Tú no?
-Sí, espero -mintió, aunque supo que pensaría en ello durante mucho tiempo, cada vez la viera llegar a la oficina, cada vez que la viera levantarse de la mesa o escuchara su voz contestando una llamada de teléfono, cada vez que se cruzase con ella en el supermercado, como la semana pasada.
-Supongo que podemos dormir un rato y desayunar juntos -rectificó él. -¿Te apetece?
-Sí, claro, vuelve a la cama. Mañana lo verás todo más claro.
Se recostó junto a ella, abrazando su espalda, mientras pensaba que precisamente eso era lo que no quería que sucediera. No quería verlo todo más claro. Era consciente de que con la claridad del día todo le parecería más ruin, más miserable, que la parte bella de la historia se convertiría en algo difuso, casi desagradable. Mirado sin sentimentalidad superflua, todo había resultado estupendamente, incluido el sexo. O quizás era que era esa parte de la historia la que mejor había funcionado.
-¿Volverías a hacerlo? ¿Te volverías a acostar conmigo?
Ella se dio la vuelta y apoyó su mano sobre el cuello antes de responder.
-Supongo que en las mismas circunstancias, sí.
-Me refiero a si repetirías, si la única diferencia con esta vez fuera que ya lo hubiéramos hecho antes.
-No lo sé, la verdad. No me gustaría parecer cruel, pero creo que yo no he hecho nada malo. Ha sonado un poco brusco, lo sé, sobre todo porque yo sabía perfectamente que estás casado. No sé si me entiendes.
-Perfectamente.
-Por eso mismo supongo que sí -aclaró Genoveva.
-Sospecho que yo también -concedió, pero no estuvo seguro de sus palabras una vez que las escuchó con su propia voz.
-Duerme, anda.
Como si fuera tan fácil, pensó. Sobre todo abrazado a ella. Descubrió que hacía mucho tiempo que no dormía abrazado a un cuerpo tan bello, pero no se atrevió a decírselo, porque tampoco era exactamente ese el motivo por el que se encontraba ahí, en la habitación de un hotel, después de haberse acostado con una compañera de trabajo. Era sólo que en cierto momento de la noche, a lo largo de una conversación inteligente, había bromeado con la posibilidad de que se acostaran juntos.
-Mañana hablaremos -dijo Genoveva, pero él no lo escuchó.
Quizás fuera eso. Sólo una broma.
-¿Lo habías hecho antes?
Genoveva se volvió para responderle.
-¿El qué? ¿Acostarme con un hombre?
-Con un hombre casado -precisó David.
-¿La verdad?
-Sí, por favor.
-No, nunca.
Aquello le tranquilizó, pero sólo en un primer momento. Si fuera algo habitual en ella, podría pensar que había sido uno más que había caído en sus redes, descargarse de ese modo de parte de la responsabilidad, como si él sólo fuera culpable de no haber sabido negarse, librarse así de la culpabilidad de haberlo planeado todo. Eso tenía un nombre en derecho, pero no lograba recordarlo. Algo así como la diferencia entre homicidio y asesinato. Premeditación, eso era. Le pareció un descargo leve. Adulterio sin premeditación. De hecho, no estaba seguro de que fuera menos grave. Quizás es peor no ser lo suficientemente inteligente como para poder anticiparse algo a las situaciones comprometidas. De hecho, no pudo recordar la conversación como algo gradual que desemboca en el ofrecimiento de una noche de sexo. Para él, el transcurso de las primeras palabras, totalmente inocuas, a las últimas, en las que los dobles sentidos y las invitaciones mutuas eran más que evidentes, estaba borroso. No conseguía recordarlo. Quizás se había pasado con el alcohol. Si por lo menos no fuera una compañera de trabajo. O, mejor aún, si al menos su mujer no la conociera.
-Tampoco lo había hecho con nadie de la oficina.
Era como si le hubiera leído el pensamiento.
-¿Habías pensado en ello alguna vez?
-Déjalo, anda. Descansa. Intenta dormir.
-Buenas noches -y se abrazó a su espalda. Tenía la piel muy blanca. Su dorso parecía un enorme lienzo, con hombros de nadadora y perfectamente lisa, sin una sola imperfección.
Se concentró en dormir, escuchando la respiración acompasada de Genoveva, pero era imposible. Le desconcertaba que ella pudiera dormirse tan fácilmente. Aunque, quiso convencerse, quizás era efectivamente lo mejor, una manera de quitar hierro al asunto. No tardó en levantarse. Antes de acercarse a la ventana, completamente desnudo, cubrió a Genoveva con las sábanas. Hacía calor.
Dentro de poco comenzaría a amanecer. El verano estaba a punto de llegar, y ese año las temperaturas eran anormalmente altas. Desde la ventana, la noche daba sus últimos coletazos. Las parejas que paseaban por la plaza, quizás hacia una zona de la ciudad con más ambiente, caminaban ya en silencio. La luz de las farolas impregnaba del ambiente de un aire irreal, como si el oxígeno se amontonara exclusivamente alrededor de los puntos de luz. Debían de ser ya más de las cuatro y media, pero no quiso acercarse hasta el reloj. Encendió un cigarro y lo fumó con el cenicero en la mano, consciente de que lo único que quería hacer era que pasara el tiempo lo más rápidamente posible. Pero eso, lo sabía, no iba a suceder.

* * *

Cuando Genoveva se despertó pidió que les subieran el desayuno a la habitación. David había tardado en dormirse, y ahora descansaba, de costado, en un extremo de la cama.
-Son las diez de la mañana -le susurró al oído. -Voy a darme una ducha.
-He pedido el desayuno -añadió desde el cuarto de baño.
David apenas se movió. Estaba agotado. Las diez de la mañana era muy tarde. Encendió su teléfono móvil para escuchar el contestador. No había mensajes grabados. Era extraño.
Genoveva salió de la ducha completamente vestida y arreglada. Parecía descansada, y sonreía. Sin decir palabra se cruzó con ella camino del baño. No se atrevió a mirarla a la cara. Ella tampoco hizo nada por buscar su mirada. Entre sueños escuchó que traían el desayuno y las instrucciones de Genoveva: que no hicieran ruido. Ella debía pensar que estaba profundamente dormido. Cuando consiguió incorporarse Genoveva estaba sentada en el otro extremo de la cama, esperándole para comenzar el desayuno mientras fumaba un cigarrillo. Lo apagó en cuanto él se acercó.
-Buenos días -musitó.
-Buenos días -respondió ella mientras se tocaba la nuca para asegurarse de que se había secado bien el pelo. -¿Quieres leche en el café?
-No, gracias.
Genoveva llenó la taza de David hasta la mitad.
-¿Más café?
-Hasta arriba. Lo voy a necesitar; apenas he dormido.
Terminó de servir el desayuno. Además había zumo de naranja y un par de croissants a la plancha.
-¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó Genoveva.
-Supongo que tener una discusión familiar.
-Lo siento.
-No te preocupes. No es culpa tuya.
-Ya.
El café estaba tibio. Él lo prefería así.
-Llámame luego -le dijo Genoveva mientras posaba la copa de zumo en la bandeja.
-El café está frío.
Un ruido estridente inundó la habitación. Genoveva había posado la taza de café, ya vacía, sobre la bandeja, pero se había deslizado hasta caer al suelo haciéndose pedazos. Después terminaron de desayunar en silencio. Más tarde, en el mostrador del hotel, Genoveva le dijo que sería mejor que se fuera. Ya pagaría ella con su tarjeta. De esa forma no le llegaría a casa el extracto de la cuenta con la factura del hotel. Se acercó para besarla en los labios, pero ella giró la cara para ofrecerle la mejilla. Mejor así, pensó, o no, mientras se caminaba con las manos en los bolsillos hacia casa. Hacía mucho calor para esa época del año.


De camino a casa llamó al móvil de Genoveva. No contestó. Guardó el teléfono en el bolsillo mientras se daba cuenta de que no sabía qué pensaba decirle. Al minuto era su teléfono el que sonaba. Miró la pantalla: era Genoveva.
-Me has llamado, ¿verdad?
-Sí.
-¿Tienes algo que hacer ahora por la mañana?
-No especialmente. Pensaba hacer compras y cosas así.
-¿Te importa que vaya contigo? No quiero ir a casa todavía.
Quedaron en que ella le esperaría en una cafetería que estaba a diez minutos de allí, no muy lejos del hotel. Cuando llegó, Genoveva posaba con delicadeza una taza de café sobre la barra. Tenía aspecto cansado, como si el agotamiento de la noche se hubiera apoderado de ella de repente. Cogió un taburete para sentarse a su lado.
-Siento molestarte, pero no podía ir a casa.
-No es molestia -le dijo, y le besó en la mejilla.
Ese beso hizo que recordara el anterior. Se preguntó si todos los besos de Genoveva que aún no había recibido serían como los dos últimos, besos de amiga en la mejilla, los mismos besos que te da la hermana de un compañero cuando te la presentan.
-No quiero ir a casa, pero tampoco se me ocurre otra cosa que hacer. ¿Seguro que no te molesta estar conmigo aquí?
-No seas tonto, ¿por qué iba a molestarme?
-No lo sé, supongo que tendrás cosas que hacer.
-No te preocupes. No hay nada que no pueda dejar para mañana. Además, estoy agotada. No me parece nada tentadora la idea de limpiar la casa, poner lavadoras, ya sabes.
-Me imagino.
-¿Quieres ayudarme?
-De acuerdo.
-No a planchar y todo eso -Genoveva se rió por el equívoco. -Necesito comprarme un vestido -añadió. -Tengo una boda dentro de dos meses y aún no he comprado nada. Normalmente me da mucha pereza ir de tiendas, pero con compañía es otra cosa.
-Bien, vamos. Pero con una condición.
-Tú dirás.
-Tendrás que llevar falda.
-¿Falda? ¿Por qué?
-Porque tienes unas piernas preciosas, sólo por eso.
-Si tú lo dices.
-Hazme caso, sé a lo que me refiero -ahora fue él el que sonrió mientras la tomaba por el codo y salían del bar. -¿Has mirado ya algún vestido?
-No, todavía no.
-¿Y sabes más o menos lo que quieres?
-Pensaba en algo de color claro, algo que resaltara que este año por lo menos estoy algo morena.
Era verdad. Él no se había dado cuenta hasta ahora. Su piel estaba algo dorada, aunque no dejaba de ser esencialmente blanca.
Fueron directamente a un centro comercial próximo. Allí Genoveva se probó al menos una docena de vestidos mientras David la miraba tratando de quedarse con cada detalle de su aspecto. Como si la estuviera fotografiando porque tuviera que guardar necesariamente esa imagen en la memoria para siempre. ¿Sería capaz de enamorarse de ella? Era la primera vez que la veía probándose ropa ¿Sería muy coqueta? Aunque apenas la conocía, le pareció la única solución, una forma de enmendar su infidelidad. Enamorarse, vamos, y convertir esta historia en algo romántico e inolvidable.

5 comentarios:

Gloria Canet dijo...

Je je je

Y reboto de un mensaje reciente:


>>>EL CUENTO MAS CORTO Y MAS BONITO QUE HAS LEIDO EN TU VIDA:
>>>
>>>
>>> Había una vez una muchacha que le pregunto a un chico si se
>>>quería casar con ella. El chico dijo "no". Y la muchacha vivió
>>>feliz
>>>para siempre, sin lavar, cocinar,planchar para nadie, saliendo
>>>con
>>>sus amigas, tirándose al que le daba la gana, gastando su dinero
>>>en si
>>>misma y sin trabajar para
>>>ninguno.
>>>
>>> FIN
>>>
>>>
>>> PS: El problema es que de chiquitas, no
>>>nos contaban estos cuentos!!!
>>>
>>> ¡Y NOS JODIERON CON EL PRINCIPE AZUL!

Gonzalo dijo...

Jejé, Gloria. Ya sabes, para compensar, que hay matrimonios que acaban bien y otros que duran toda la vida.

mc clellan dijo...

Bueno, bueno, bueno. Estamos bien ¿no? Esto no tendrá algo que ver con el día de los capullos babosos, ¿verdad? Un inciso: No me puedo creer que en el informativo incluyan hoy una noticia sobre chilenos que celebran 'la jornada' organizando un besódromo. ¡Ay que joderse!

Gonzalo dijo...

Queda quizá el recurso de andar solo, / de vaciar el alma de ternura / y llenarla de hastío e indiferencia, / en este tiempo hostil, propicio al odio. (Ángel Gónzalez)

Crapúscula dijo...

Sabes que es bueno. Sabes que eres bueno. Qué te voy a decir yo...