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viernes, 31 de agosto de 2007

Nowhere man

Me cuesta admitir lo mucho que extraño el mar, las chicas vestidas de domingo en pleno martes, la fiesta del treinta de agosto, los paseos al socaire de la brisa, las que miran al mar, que es el sur, el acento hosco y cantarín o la verdadera necesidad de las gafas de sol. He renegado de ello tan conscientemente que cuando vuelvo a casa (de mis padres, porque uno es de donde viven sus padres hasta que nacen sus hijos, supongo) algo se me revuelve como los botes de Puertochico si está la bahía picada, como los rizos rubios de los turistas, como los vespinos en la Cuesta del Gas, como las pedreñeras al atracar. Paso entonces frente a un escaparate, me veo en el reflejo y vuelvo a no ser de aquí: el corte de pelo, la camiseta sin yates bordados, las gafas de sol con ese toque retro, la ausencia de mochila y de toalla, la manía secular a las sandalias y otros detalles me delatan.

3 comentarios:

mc clellan dijo...

El mar es una de esas cosas que uno no se da cuenta de lo mucho que extraña hasta que no lo vuelve a ver. Supongo que por eso hay gente que puede vivir sin haberlo visto una sola vez. Santander es una de esas ciudades con encanto, aunque más si vas de visita que si vives en ella. O tal vez depende de cómo la vivas. Desde luego, es mejor no llevar esas camisetas de yates bordados... No le vendría mal un poco de desengrase, aunque sin pender el encanto de los vestidos de domingo en martes.

Crapúscula dijo...

¿Y tú me llamas apátrida? :-) Me ha encantado ese modo de contar...

marta dijo...

La falta de identificación con las ciudades natales es bastante común. Hasta que vuelves a recordar la niñez y algo de eso sigue en ti...