Instagram

miércoles, 14 de junio de 2006

Lista de reproducción

Coincidieron en el autobús porque sus itinerarios, más que los destinos, se superponían. Como si fuese una metáfora hiriente y precisa de la vida. Compartían parte del trayecto y, por azares de horarios y convenios, de taquillas y servidores lentos de Internet, se habían sentado el uno junto al otro. Y allí estaban, con una comodidad impropia para quienes comparten espacios pequeños.
Cada uno llevaba sus auriculares y sus respectivos reproductores de música. Ella ya ocupaba su asiento .-y parte del contiguo- con un bolso repleto de libros y cedés mientras él recorría el pasillo del autocar contando las plazas, haciendo cábalas, sumando butacas de cuatro en cuatro, hasta llegar y saludarse con sorpresa.
-¿Qué casualidad, no?
Y tanto, sobre todo porque en sus calendarios los días, las libranzas, los fines de semana, se deslizaban como en un ábaco carente de toda lógica explicable.
-También libras el fin de semana, qué casualidad.
El autobús arrancó una vez que él se hubo sentado. Sin estridencias fue dejando la ciudad y se perdió en el tráfico anodino de la autopista. Anochecía la la luz tamizaba primeros y segundos planos como una media ante un objetivo fotográfico, presentando una realidad ocre y redondeada a la vista. Quizás fuera a llover, pero no todavía.
Los primeros minutos transcurrían con lentitud, cada uno pendiente de su música. Ella estaba sentada junto a la ventana y, de ve en cuando, se distraía con el paisaje. El movimiento de su cuello invitaba a descifrar la canción que escuchaba. Él subió el volumen en sus auriculares, como si quisiera desentenderse, pero no pudo dejar de mirar la pantalla del aparato de música de su vecina de viaje. Ella se dio cuenta y le ofreció los auriculares.
-¿Los conoces? Es el último disco; acabo de comprarlo.
Claro que los conocía; era uno de sus grupos favoritos, y él también le mostró la pantalla de su emepetrés, en la que podía leerse el nombre del mismo grupo.
-Aún no he tenido tiempo de escucharlo con calma.
-Vaya, te llevo dos canciones de ventaja -reconoció ella y sonrió.
Cuatro canciones después comenzaba a llover. A mitad del trayecto ella había terminado de escuchar el disco y se quitó los cascos. Los dejó enganchados al cuello de su camiseta, como los ojos de un caracol ciego asomados al precipicio tenue de su escote.
-La mejor canción es la última, ya verás.
Diez minutos después él también se quitó los auriculares. Enrolló el cable y los guardó en la mochila. Luego hablaron de temas intrascendentes, de asuntos laborales, de gustos literarios o musicales, de intendencia de emancipados; acordaron coincidir también en el viaje de vuelta, una vez pasado el fin de semana.
Él dedicaría entonces el sábado y el domingo a hacer listas de canciones para su reproductor, por si ella, casualmente, se quedaba sin batería y podía prestarle los auriculares. Al final se decantará por una combinación ecléctica, pero con una proporción medida de temas de amor, para que sean sean los versos quienes hablen por él. Para que todo parezca casual e inevitable. Pero dedicará tanto tiempo a grabar y borrar canciones, a reordenarlas en la memoria del aparato, que al final será él quien se quede sin batería. Ella además, pasará el viaje de vuelta haciéndose la dormida, simulando no darse cuenta de que él la mira como si nada tuviera sentido mientras la autopista se colapsa como cada domingo a esas horas.

No hay comentarios: